"La Escuela y yo" A 140 años de la creación de la Escuela Nro. 9
Aunque su primigenia designación fue Escuela Rural Nro. 7 se logró –como todo en esta comunidad- por el tenaz esfuerzo de sus vecinos; en aquel entonces, conocido por dos designaciones distintas: “Paraje del Canelón Chico”, así surge de documentación que tuve a la vista, como la Partida de Nacimiento de Carlos Brussa (febrero de 1887), mientras que la Estación de Trenes –inaugurada el 1° de abril de 1872- se designaba con el nombre de “Estación Joaquín Suárez”; si bien ambas designaciones, la de la Escuela y la del pago han cambiado, persiste algo que hunde sus raíces en la propia comunidad. Ese algo es el sentido de pujanza, de lucha, de trabajo. Fueron aquellas familias que forjaron, hace 140 años, la creación de nuestra primera escuela. Así, Francisco Valla, Santiago Mirassou, Pedro Cot, Ramón Caraballo, Hilario Martínez, Nicanor Soria, Domingo Cotelo, Ángel Mosquera, Juan Vizcaíno y Lorenzo Zunino, formaron aquella comisión que hiciera posible la creación de la Escuela Rural Nro 7, albergada en un ranchito de adobe y paja erigido frente a lo que hoy es la sede del Club Ciclista Juanicó.
Su primer Maestro Director fue Juan Baldomero de la Peña y desde aquel local fue instruyendo a los niños de aquel paraje que, en 1888, pasaría a llamarse “Estación Juanicó”. Desde 1879 hasta 1881 fue la Escuela Rural Nro. 7, a partir de ese año se le designó como Escuela Rural Nro. 10, hasta el año 1903, que pasó a denominarse Escuela Rural Nro. 9. Unos años, hasta 1921 el local escolar funcionó en un ranchito ubicado sobre el Camino Nacional (actual Ruta 5), posteriormente en el año 1922, dicha institución fue alojada –para siempre- en el predio que donara al Estado, una vez fraccionado de uno de mayor extensión, el productor local Alfonso Seré.
Han sido 140 años de prolífica labor en el campo del saber y, sin dudas, la actual institución educativa está llamada a preservar en el permanente cultivo de esa simiente formadora de cada generación escolar; en ese afán, han donado -en generosa vocación docente- muchos hombres y mujeres que conforman, junto a las centenas de educandos que hemos pasado por sus aulas, esa historia viviente y vívida a la vez, de nuestra Escuela.
Ser agradecido, moralmente debe ser una actitud ante la vida y, como alumno que fui de la casi sesquicentenaria institución escolar, se agolpan ahora, en el corazón y en la memoria de mis sentidos, muchos gratísimos recuerdos. Por eso, a manera de desahogo espiritual, permítame el lector dejar por un instante la objetiva historia de la Escuela y su trayectoria en la comunidad, para escribir sobre ella y su relación con este humilde servidor.
En 1983, ingresé a aquel local –allende la vía férrea- de la mano de mi pequeña hermanita Lilián (y de mi mamá, Teresita); el pequeño escolar lucía la clásica blanquecina túnica, adornando su pecho, una moña muy bien acomodada, firme –jamás alicaída- y así me gustaba. La indumentaria escolar la completaba un blanquiceleste delantal cuadriculado y un maletín celeste, el niño ya había elegido su portafolio pensando tal vez, lo que la vida tendría para él, como profesión. Y allí estaba la Maestra Mónica, esperando a los debutantes alumnitos, algunos llorisquearían –como es natural a esa edad- y otros, harían las primeras relaciones públicas, charlando, jugando y aprendiendo. De charla, muy seguramente, me habrá encontrado más de una vez, la maestra; y más de una ocasión me habrá advertido en aquel desenvuelto comportamiento de niño, aunque… esa inquietud ha persistido en el tiempo. Debo confesarlo.
Los juegos y las meriendas, el correteo por el pavimentado patio, embellecido por verdes transparentes, aún siento el aroma de las semillas del Eucaliptus que ahí permanece, enhiesto como escolta o custodia del casi centenario local escolar, aún recuerdo el cúmulo de bellotas (del Roble allí existente), que parecían desbordar mis bolsillos. Las aulas en cuyo seno se forjó mi formación; tanto como en casa, cuyos deberes domiciliarios eran regenteados por mi madre. No había televisión, sin que antes culminaran esas tareas. Era cosa innegociable. Los cuadernos, sin orejas y con márgenes, la letra cursiva cuyo trazo aprendí en la bandeja de arena (vieja metodología lancasteriana que ingresara en 1821, a instancias de Dámaso Antonio Larrañaga), de la mano de mi querida maestra Lilián Morando. Caligrafía adquirida ayer en el aula escolar, deformada después en las instalaciones liceales y perdida posteriormente por esos golpes que –a veces- la vida nos da, y nos enseña a crecer y a superarnos ante esos avatares. Es que en el hogar se nos educa, en la escuela se nos forma y la vida, se encarga del resto: moldear o templar el carácter y el espíritu.
¡Cuántos recuerdos! En la Escuela de mi abuela, de mi padre, de mis tíos, de mis hermanas; en la escuela que fui alumno y en la que fui docente, en ella han dormido anécdotas que hoy parecen despertar al son de aquella campanilla. Y entre ellos, vienen mis recuerdos de aquellas primeras composiciones literarias de 6° año que rubricaba bajo el seudónimo de Rubicundo; apodo “artístico” que aún hoy un amigo así me nombra, y no es precisamente un compañero de generación, sino un Maestro cuya amistad se fue gestando desde aquellos días y permanece hasta el presente: docente y vecino nuestro querido, Didier Zecchi. En ese año, despertó en mí el interés por la escritura y, aunque el lector no crea, mi diaria exploración del diccionario, para incorporar a mis textos nuevos vocablos.
Fueron cuatro años en los que cursé en dicha Escuela, los restantes supe cursarlos en el recordado ex Colegio Habilitado Nro. 25 Santa Teresita del Niño Jesús, tiempo de mi periplo vital marcado por hábitos, aprendizajes y fundamentalmente, enseñanzas. Fue en el 5° grado que despertó el interés por los asuntos del cuidado del medio ambiente, de la mano de otra queridísima Maestra, María del Huerto Cameto (la maestra Mary) ¡Cuántas generaciones fuimos sus alumnos! ¡Cuánto por agradecer a cada maestro! Ellos cultivan, valores, hábitos, van moldeando nuestra formación. Por eso, aquella frase vareliana: “La ilustración del Pueblo es la verdadera locomotora del progreso” y vaya sí nuestra Escuela ha dado ciudadanos formados para ser parte del progreso local o regional, Juan Toscanini o Fernando Methol, fueron sus alumnos a principios del siglo XX, niños –hombres de producción, después- que fueron compañeros de otros que, en su tiempo, tanto como aquellos de anteriores o posteriores en el tiempo fueron sembrando porvenir en este pago, con los saberes que generosamente la escuela, desde 1879 viene dándole a cada quien supo ser, alumno suyo. Por eso hoy, es momento para agradecer y celebrar. ¡Salud, Escuelita! ¡Felices 140 años!
Fernando (o Rubicundo)
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